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lunes, 30 de abril de 2007

El Primer Derecho Humano

El primer derecho humano

Desde hace algún tiempo se discute en nuestro país, en diferentes foros, si la práctica del aborto debe ser socialmente tolerada o aceptada, o si debe seguir estando penalizada por la ley. El debate es abordado desde perspectivas diferentes: en apoyo de una u otra postura, se invocan argumentos de orden filosófico o moral, se reivindican principios de carácter religioso, se analizan factores vinculados con la preservación de la higiene social o de la salud pública, se reclama el derecho de las mujeres a la libre disposición de su cuerpo, se examinan y se proyectan en el tiempo las actuales tendencias demográficas, y se difunden estadísticas demostrativas de que la propensión a interrumpir embarazos no deseados está considerablemente arraigada en nuestra sociedad. Por encima de todas las consideraciones sectoriales o parciales que se suelen formular, existe un argumento primordial y superior que de ninguna manera puede ser obviado y es el que convoca a privilegiar, en todos los casos, el valor supremo y fundante de la vida humana. ¿Cómo encontrar una razón más convincente que aquella que invoca la necesidad de defender la vida? El derecho a la vida se impone, en efecto, como el primero y el más esencial de los derechos humanos. Si a una persona ya conformada genéticamente se le niega ese derecho sustancial, se la está condenando a la más oscura y total de las muertes: la que no dejará rastro alguno en el tiempo ni en el espacio. El aborto implica la destrucción absoluta de una vida humana actual y de su proyección hacia el futuro. Esta verdad terrible y desnuda es más que suficiente para que pierdan validez, en el estricto plano de los principios éticos, todas las posturas de signo contrario. En la tradición del pensamiento humanista que preside desde hace siglos el desarrollo de los pueblos civilizados no hay nada más digno de ser defendido que el derecho de vivir. Toda nuestra cultura clásica, toda nuestra evolución histórica, marcharon con firmeza en esa dirección. El principal legado del humanismo contemporáneo es, en efecto, el que conduce al reconocimiento de la suprema dignidad de la persona humana. Desde el siglo XVIII en adelante, todas las declaraciones universales de derechos situaron al hombre, al ser humano, en el centro del sistema general de valores que preside la marcha de las civilizaciones. Por supuesto, el reconocimiento del derecho a la vida como un principio universal e inalienable no implica desconocer las otras complejidades sustanciales que asoman detrás del drama doloroso del aborto. Por lo pronto, no se puede ignorar, a esta altura de la evolución del pensamiento, que el derecho de todo ser humano a participar de la vida, tal como lo concebimos y lo definimos hoy, está íntimamente asociado a otro derecho no menos esencial: el de aquella persona en cuyo cuerpo está llamada a instalarse o a germinar la vida de toda persona futura. Esa asociación prácticamente indisoluble entre dos derechos generalmente unidos y en ocasiones contrapuestos, como son el de la madre y el del hijo en gestación, ligados por un vínculo natural en el que reposan las claves últimas del misterio de la vida, obliga a examinar el problema en su más honda complejidad existencial. Nadie podría ignorar, por ejemplo, que en determinadas situaciones extremas la interrelación de esas dos vidas puede llegar a conducir a una trágica contradicción de intereses vitales. Cuando eso ocurre, la pérdida de una vida puede llegar a ser el precio necesario para la preservación de la otra vida. Y ahí no es admisible una escala valorativa o discriminatoria: todas las vidas tienen la misma dignidad. Pero fuera de esos casos extremos, mantiene su vigencia el principio moral antes señalado que obliga a respetar la vida en toda circunstancia, con rigor y determinación. No hay duda tampoco de que ese principio rector que consagra el valor supremo de la vida humana debe estar necesariamente reflejado en la estructura de valores que el orden jurídico de una nación expresa y presupone. No debe olvidarse que el derecho positivo, hijo directo o indirecto del derecho natural, cumple una función de ejemplaridad moral al establecer y enunciar cuáles son los valores éticos y humanos que merecen gozar de una plena tutela jurídica. En cumplimiento de esa misión testimonial y ejemplarizadora que las leyes están obligadas a cumplir, muchos países incluyeron tradicionalmente en sus ordenamientos legales, de manera expresa, el principio que garantiza la protección de la vida humana desde el momento mismo de la concepción. En el caso argentino, esa actitud es coincidente, por lo demás, con el criterio de valoración que aparece consagrado en los principales tratados y convenciones internacionales suscriptos y refrendados por el país. Es importante recordar que, desde la reforma constitucional de 1994, las cláusulas de esos acuerdos internacionales tienen, en la Argentina, rango constitucional. Cuando se reclama que la práctica del aborto sea despenalizada, no se toma en cuenta la gravedad del mensaje moral y cultural que la sociedad estaría emitiendo si adoptara esa decisión: la Nación estaría declarando institucionalmente que determinadas vidas humanas no merecen gozar de la debida protección jurídica. Y estaríamos reconociendo, como sociedad, que frente a la destrucción violenta de una persona genéticamente conformada, la estructura del Estado nacional no tiene ningún reproche que formular, ninguna objeción que oponer. Adoptar una decisión legislativa de ese tipo significaría asestarle un golpe tal vez mortal al sistema de valores que la Nación ha defendido tradicionalmente desde las trincheras del orden jurídico y del derecho positivo. Nadie está negando la necesidad de que las estrategias sociales tendientes a velar por la seguridad pública y por la salud de las mujeres argentinas responda cada vez más a criterios modernos, realistas y efectivos. Pero no es posible renunciar con ligereza a una concepción jurídica que apunta a la protección del más fundamental de los derechos humanos: el que garantiza y protege la vida.

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