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miércoles, 3 de septiembre de 2008

Constructores de Puentes

Constructores de Puentes

De todos los títulos que en el mundo se conceden, el que mas me gusta es el de Pontífice, que quiere decir literalmente constructor de puentes. Un título que, no se por que, han acaparado los obispos y el Papa, pero que en la antigüedad cristiana se refería a todos los sacerdotes y que, en buena lógica, iría muy bien a todas las personas que viven con el corazón abierto.
Es un titulo que me entusiasma porque no hay tarea mas hermosa que dedicarse a tender puentes hacia los hombres y hacia las cosas. Sobre todo en un tiempo en el que tanto abundan los constructores de barreras. En un mundo de zanjas, ¿Qué mejor que entregarse a la tarea de superarles?
Pero hacer puentes – y, sobre todo, hacer de Puente- es tarea muy dura. Y que no se hace sin mucho sacrificio. Un puente, por de pronto, es alguien que es fiel a dos orillas, Pero que no pertenece a ninguna de ellas. Así, cuando a un cura se le pide que sea Puente entre Dios y los hombres, se le está casi obligando a ser un poco menos hombre, a renunciar provisionalmente a su condición humana para intentar ese duro oficio de mediador y del transportador de orilla a orilla.
Mas si el puente no pertenece por entero a ninguna de las dos orillas, si tiene que estar firmemente asentado en las dos. No “es” orilla, pero si se apoya en ella, es subdito da ambas, de ambas depende. Ser puente es renunciar a toda libertad personal. Solo se sirve cuando se ha renunciado.
Y, lógicamente, sale caro ser puente, este es un oficio por el que se paga mucho mas que lo que se cobra. Un puente es fundamentalmente alguien que soporta el peso de todos los que pasan por el. La resistencia, el aguante, la solidez son sus virtudes. En un puente cuenta menos la belleza y la simpatía –aunque es muy bello un puente hermoso-; cuenta, sobre todo, la capacidad de servicio, su utilidad.
Y un puente vive en el desagradecimiento: Nadie se queda a vivir encima de los puentes. Los usa para cruzar y se asienta en la otra orilla. Quien espere cariños, ya puede buscar otra profesión. El mediador termina su tarea cuando ha mediado. Su tarea posterior es el olvido.
Incluso un puente es lo primero que se bombardea en las guerras cuando riñen las dos orillas. De ahí que el mundo este lleno de puentes destruidos.
A pesar de ello, que gran oficio el de ser puente, entre las gentes, entre las cosas, entre las ideas, entre las generaciones. El mundo dejaría de ser habitable el día en que hubiera en él más constructores de zanjas que de puentes.
Hay que tender puentes, en primer lugar, hacia nosotros mismos, hacia nuestra propia alma, que esta tantas veces incomunicada en nuestro interior. Un puente de respeto y aceptación de nosotros mismos, un puente que impida ese estar internamente divididos que nos convierte en neuróticos.
Un puente hacia los demás. Yo no olvidaré nunca la mejor lección de oratoria que me dieron siendo estudiante. Me la dio un profesor que me dijo: “No hables nunca “A” la gente; habla “CON” la gente. Entonces me di cuenta que todo orador que no tiende un puente de “ida y vuelta” hacia su público nunca conseguirá ser oido con atención. Si, en cambio, entabla un diálogo entre su voz y ese fluido elécrico que sale de los oyentes y se transmite por sus ojos hacia el orador, entonces conseguirá ese milagro de la comunicación que tan pocas veces se alcanza.
Entonces entendí también que no se puede amar sin convertirse en puente; es decir, sin salir un poco de uno mismo. Me gusta la definición que da leo Buscaglia del amor: “Los que aman son los que olvidan sus propias necesidades”. Es cierto: no se ama sin “poner pie” en la otra persona, sin “perder un poco pie” en la propia ribera.
Y el bendito oficio de ser puente entre personas de diversas ideas, de diversos criterios, de distintas edades, creencias o circunstancias.
¡Feliz la casa que consigue tener al menos uno de sus miembros con esa vocación pontifical!
Y el gran puente entre la vida y la muerte. Trotón Wilder dice, en una de sus comedias, que en este mundo hay dos grandes ciudades, la de la vida y la de la muerte, y que ambas están unidas –y separadas- por el puente del amor. La mayoría de las personas, aunque se crean muy vivas, viven en la ciudad de la muerte; tienen a muy pocos metros la ciudad de la vida, pero no se deciden a cruzar el puente que las separa. Cuando se ama se empieza a vivir. Sin mas, en la Ciudad de la vida. Lo malo es que a la mayoría los únicos puentes que les gustan son los laborales

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